Toda la gente que hemos conocido en Rumanía coincide en el mismo punto. Todos opinan que en este país hay dos realidades claramente diferenciadas, la Rumanía urbana que representa la capital, Bucarest y algunas grandes ciudades, y una segunda realidad, la del campo, la Rumanía rural.
Sorin llegó a España en 1995 con su mujer para pasar un año. Su objetivo era regresar con el suficiente dinero con el que poder salir de una situación poco desahogada. Pero este proyecto de vida se dilató más de lo previsto. Un año se convirtió en dos, luego en tres y finalmente fueron trece.
Magda, su mujer, vino a Rumanía en cuanto pasó el primer año a recoger a su hija Diana, que había quedado aquí con sus padres. Nos comentaba cómo Diana no la reconocía y cómo sus propios padres no querían dejarla para que se fuese a España ya que no tenían las garantías de que la vida que le ofrecían aquí podría ser igual en España. Los silencios de Magda contándonos la frialdad que en aquellos días una hija le transmitía a su madre nos dejaban helados.
Pero finalmente los tres pudieron reunirse en Castellón, donde lograron integrarse. Y, aunque España para Magda represente trabajo, trabajo y trabajo, todavía piensa en la casa de Castellón como “su casa”. Magda hizo todo tipo de trabajos y Sorín, entre otros, fue traductor jurado y encargado de una fábrica en Castellón. Y todavía tuvo tiempo para implicarse con sus compatriotas a través del movimiento asociativo para ayudarles a resolver sus problemas en España y facilitarles su integración.
Diana sufrió de pequeña el cambio de país al trasladarse a España, pero consiguió sentirse como una más al poco tiempo. Ahora estudia en la Universidad de Bucarest y no descarta proseguir estudios de nuevo en España.
Su hermano Andrés nació en Castellón y le ha tocado vivir lo mismo que su hermana pero en dirección contraria. Cuenta que tanto le hablaban de Rumanía que al principio tenía muchas ganas de venir, pero para él la experiencia del retorno no ha resultado todo lo satisfactoria que esperaba. Añora la ciudad y a sus compañeros de clase. De Rumanía detesta especialmente las clases de mates.
Gheorge Doja y Castellón no pueden ser más distintas (físicamente). Con poco más de dos mil habitantes, este pueblo situado entre Bucarest y Constanza ofrece pocas posibilidades de trabajo (casi las mismas que en Castellón hoy en día) solo que aquí, o trabajas en el campo, o trabajas en el campo. Y a esta tarea Sorin se ha tenido que dedicar por primera vez. Las respuestas a nuestras preguntas sobre su experiencia nunca son categóricas. En sus rostros se perciben las dudas respecto a las decisiones tomadas, pero también la tranquilidad de que saber que están en casa, con los suyos, en su país.
De vuelta a Bucarest tomamos la carretera general en lugar de la autovía por la que vinimos. Poco después de Urziceni notamos cómo éramos los destinatarios de infinidad de bocinazos, que iban seguidos de peligrosos adelantamientos por el arcén. Nos costó poco tiempo darnos cuenta de que la carretera por la que circulábamos se había reconvertido en una autovía por propio deseo de sus conductores, destinando ambos arcenes a una suerte de segundo carril para lentos. Un claro ejemplo del deseo de los rumanos para que sus políticos les construyan más vías rápidas. Pero mientras no haya autovías, ellos circulan por sus carreteras como si ya lo fueran.
Hace ya una semana que llegamos a Rumanía. Los testimonios se multiplican y el ritmo del trabajo va dejando su huella en nuestras fuerzas. Llegar al hotel y descargar el material de grabación se convierte en una suerte de bendición que nos deja groguis hasta el día siguiente. Mañana hay sesión triple.
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